El precio de las cesiones al independentismo catalán
En no pocas ocasiones España se ha mostrado desnuda ante encrucijadas territoriales e intereses personales de sus gobernantes. La nuestra es la Historia de una Nación construida bajo los cimientos de conquistas heroicas y pérdidas insuperables que, como ya es costumbre, se relata siempre desde el prisma sesgado del que lo cuenta, hablando unas veces de saqueos y matanzas, y otras, de salvapatrias e hispanización de las poblaciones más remotas, sea como fuere, estos análisis siempre carecen de rigor científico.
Desde que, tras la muerte del dictador, echase a andar nuestra democracia y, poco después, se elaborase la Constitución que el año pasado celebró su cuadragésimo aniversario, el nacionalismo vasco y catalán siempre han sido piedra angular en las decisiones más importantes del Estado, unas veces por excesivos mimos por lo que pudiera pasar y otras por imperiosa necesidad para mantenerse en el poder.
Lo que sucedió después es conocido por todos, llegó Artur Mas y prendió la mecha, ardiendo con fervor hasta llegar al fugitivo Carles Puigdemont y culminar en el supremacista Torra, los tres se reparten un ramo de irresponsabilidades por prometer imposibles que vulneran la legislación vigente y crear expectativas que, salvo traición, no se conseguirán. De nada sirvieron los intentos de diálogo dentro de los cauces legales propuestos por el Gobierno de Rajoy, ellos ya estaban imbuidos de esteladas ondeantes al viento.
Sánchez y el equilibrio nacionalista
Sánchez, que accedió a la presidencia del Gobierno de forma legítima, tras ganar una moción de censura para la que tuvo que contar con el apoyo de Esquerra Republicana de Catalunya y el PDeCAT, no tuvo más remedio que empezar a hacer concesiones a los insaciables nacionalistas catalanes, a los cuales había dedicado todo tipo de descalificativos en su etapa como líder de la oposición, llegando a llamar «supremacista» a Torra, apoyando la aplicación del artículo 155 de la Constitución española e, incluso, reclamando la actualización de delito de rebelión.
La concesión que ha hecho saltar las alarmas ha sido la propuesta de una figura que ni ellos mismos han sido capaces de definir, pues ha adaptado en menos de veinticuatro horas los siguientes nombres: mediador, relator, coordinador, negociador, facilitador, notario, persona neutralo, como intentó hacer ver la vicepresidenta Calvo, una pétrea escultura que estaría posada en la mesa de diálogo «por amor al arte».
¿Qué es lo más grave de todo esto? La burla que supone a la División de Poderes, el profundo desprecio al poder legislativo autonómico, representado en el Parlament, y al nacional, residente en el Congreso de los Diputados; pues como el mismo Sánchez dijera siendo líder de la oposición, la mejor mesa de diálogo estaba en la sede de la soberanía nacional. Los nacionalistas catalanes ya han asumido que el poder legislativo no sirve para nada, allí solo manda, hace y deshace el ejecutivo, poder que, de facto, legisla, ejecuta y representa la pluralidad del pueblo catalán, porque así son ellos, así entienden la democracia, así respetan los derechos y las libertades. Que Sánchez haya asumido esta teoría como buena es un salto al vacíoque puede costar, y costará, muy caro al país, pues trocear la soberanía nacional y aceptar la dialéctica unilateralidad/bilateralidad (los secesionistas pidieron negociar de forma bilateral para allanar el camino a la unilateralidad) para entablar conversaciones a fin de resolver lo que ellos han llamado «conflicto», es saltar sin paracaídas por un peligroso precipicio.
Torra y Sánchez han despreciado la pluralidad política, representada en el poder legislativo, para plantear un diálogo entre gobiernos, algo que no puede concebirse en una democracia avanzada como la nuestra.
La irresponsabilidad política
Sánchez se ha convertido en el mayor talento para dar votos a VOX, mientras que los demás partidos de la oposición son incapaces de encontrar su hueco en el tablero y se acercan de forma peligrosa a los de Abascal. Nunca antes el verde esperanza se tornó en un tono tan oscuro y amenazó tanto la tan necesaria moderación política. Incendiar la calle, lo haga la izquierda o la derecha, es una irresponsabilidad insalvable, pues si de verdad prende esa llama, ya nadie tendrá en sus manos la capacidad de controlar la situación.
El pacto -de mínimos- constitucionalista no puede saltar por los aires por la necesidad de supervivencia de un presidente ni por las ansias de venganza de la oposición, nuestros políticos olvidan con demasiada frecuencia que el bien supremo que debiera mover la acción política no es que ellos se mantenga en la poltrona, sino que los españoles vivamos mejor, en libertad, paz y armonía. Si algo está quedando claro estos días, es que, por desgracia, la clase dirigente española, ni por la izquierda ni por la derecha, están a la altura de lo que necesita este gran país, que es consenso y diálogo entre fuerzas políticas moderadas y constitucionalistas, con el objetivo de reeditar un pacto constitucional que nos salve del abismo al que irremediablemente nos acercamos.