Hace 12 meses escribí la primera. Digo 12 meses y no un año, así como las madres enumeran la edad de sus bebés cuando se les pregunta y nos ponen a sacar cuentas para saber cuántos años tiene el pequeño. Y creo que las entiendo. Dicen que es porque el pediatra habla en esos términos para hacerle un seguimiento mes a mes y se les queda pegado el lenguaje. Pero pienso que va más allá. Es como si disfrutaran mes a mes de ellos, aprenden cosas nuevas, los descubren tanto en un mes, y por eso le cuentan la vida así, como para que pase más lento y no crezcan.
El exilio «obligado» es un parto antes de partir, es una crianza día a día, es convertirse en padre por un «pelón», es un hijo no deseado que termina enseñándote mucho, criándote ante la vida y sus «sorpresas», buenas y malas; y que terminas amando con sus virtudes y defectos. Te hace adulto, te hace dar cuenta de que no eras un tipo maduro, arrecho ni siempre positivo. El adiós «a juro» te puede mostrar que eres debil, o muy fuerte, que tienes sentimientos bajo llave que al encenderse las turbinas del avión funden tu candado «multi-lock» y se liberan como pueden, arrastrando toda planificación y fortaleza mental trabajada durante mucho tiempo. Pero eso no quiere decir que ha sido trabajo perdido, es parte del parto. Primero la ilusión y la emoción, luego el dolor y la incertidumbre, después el fruto y el camino andado y por andar.
Han pasado 12 meses del último abrazo, del buenos días y buenas noches no virtuales con mi familia, de la despedida de mi perro fiel por 14 años, ese adiós que se convirtió en para siempre un 26 de diciembre, un día en el que el exilio me dio una cachetada fuerte recordándome que ese será el primero de muchos «adioses» lejanos. Han pasado 12 meses del adiós al calor de hogar y al calor del sol oriental, a mi rutina periodística, a mi recorrido, a veces dantesco y cruel, entre Barcelona y Puerto La Cruz, a las conversas con los amigos de verdad, con los que no hay que rebuscar términos genéricos del castellano para entendernos, el adiós a sentirse en confianza.
También han pasado 12 meses de haberme despedido de esa que muchos llaman «zona de confort», que desde hace varios años atrás para mí pasó a ser una «zona roja» de supervivencia, o una de esas que el gobierno llama «zona de paz», donde se caen a plomo en cada operativo para «salvar» al pueblo. Actualmente, «confort» es una palabra y un privilegio usado sólo por un grupito de fieles y emparentados con el régimen que exprime sin compasión el tuétano de Venezuela.
Hace 12 meses llegué con mi esposa a una isla que ella me presentó como destino de vida, y que nos recibió con todas sus virtudes a disposición, con el clima más envidiable de Europa, y quizás del mundo, donde el invierno es como un verano y donde la estrellas se ven todos los días como en la Gran Sabana, con la cultura más parecida a la nuestra y con lazos increíblemente estrechos con Venezuela, tanto así que la casa no se siente tan lejana. Una tierra con gente amigable, hospitalaria, jocosa y chispeante, que, repito, ha hecho más cercana nuestra casa. Desde hace 12 meses tengo una familia más, que nos abrió los brazos, sus casas, su tiempo y sapiencia para ayudarnos a completar ese primer paso que ya son saltos. Y siguen siempre con la mano tendida ante cualquier traspiés.
Hace 12 meses pasé de ser un «chamo» entre muchos a ser el chamo de la cuadra, el chamo del trabajo, a ser el que les recuerda a los palmeros que los venezolanos no hablamos como los cubanos, pero que somos como hermanos (hemos sufrido cosas muy similares). Durante 12 meses he tratado de acostumbrarme a escuchar «coño», «culo», entre otras joyas del lenguaje, en la TV y demás medios de comunicación; a evadir la excesiva prensa rosa, tanto sola como ligada al fútbol. Aprendí a salir a la calle a buscar trabajo sin el título universitario colgado en la frente, me convertí en experto de elaboración de formatos de currículos, perdí la vergüenza de pasar cada mes por los mismos lugares repartiendo el mismo currículum pero con distinto diseño, edad… y la misma foto. Aprendí a aprender cosas nuevas sin miedo a fallar, todo en la búsqueda de la verdadera «zona de confort». Total, lo más difícil ya se hizo, despegar de casa. Lo que venga es ganancia, si no es en metálico es en experiencia, y así.
En 12 meses he conocido gente muy buena que agregué a mi lista de aprecio, y a la mala no la recuerdo ni la almaceno. Es que uno está «curado» de tanta gente mala con la que lidió allá, que la de aquí es «niño de pecho», de la que no vale la pena ocuparse ni preocuparse. Pasé de sentirme extranjero en mi país a ser un extranjero de verdad, a sentir que daba lástima al decir que era venezolano (te ven como diciendo: pobrecito), porque la gente en el exterior sabe que estamos mal como sociedad, como país, que el venezolano de a pie está sufriendo los daños de la «revolución». Pero la lástima se quita con actitud y con disposición de echarle pichón a las oportunidades. Y así ha sido.
En 12 meses me convertí en un «todero» incomprendido. Hacer de todo un poco no es común en otras latitudes. Quizás no es necesario. Ser periodista, haber grabado en el pasado par de discos con una banda de rock, salir en videos musicales en YouTube, formar parte del equipo de limpieza de un hotel, escribir actualmente fábulas en un blog y en varias páginas web de aquí, y haber creado una cuenta turística en redes sociales que promociona a la isla, en la que tengo que responderle a los seguidores extranjeros hasta en alemán con «google translator», resulta extraño, disparejo, no les cuadra, pero lo disfrutan… Yo también. De aquellos meses de desempleo y, a veces, impaciencia, nacieron @EsTuPalma y las «Fábulas palmeras», proyectos que son una especie de oda y agradecimiento a esta isla bondadosa. Y hay más cosas por venir.
También han sido 12 meses de «doble vida» (y no me refiero a la magnífica obra de Soda Stereo), de vivir aquí con la cabeza allá, con la tranquilidad de aquí y la preocupación de allá, con las medicinas y la comida de aquí, pero en cajas para allá. Runrunes, La Patilla, El Nacional, Twitter, Facebook, Instagram, Whatsapp, todos medios de conexión con el día a día de los tuyos, con sus sufrimientos, alegrías, que te pierdes a medias; la tecnología se encarga de que no sea del todo. Pero al final, lo que quieres es estar ahí, «in situ», para el abrazo del feliz cumpleaños, del feliz año, de la feliz navidad, algo para lo que no basta una cámara y luego despedirse con «click» que lo que te deja es un vacío más grande que los miles de kilómetros de océano que nos separan. Es quizás algo que no hacías mucho estando allá, pero que ahora es necesario, te urge. El consuelo: lastimosamente podemos ayudar más desde aquí que estando allá.
¿Sabíamos que sería así? Más o menos, pero de que no sería fácil, sí. El que emprende esta aventura debe estar dispuesto a cambiar una guerra por otra, quizás más psicológica, a convivir con la soledad y sacarle provecho, a convertir el tiempo libre en proyectos, en ideas por materializar, a perderle el miedo al ocio y ocuparlo de forma creativa, a innovar y hacerse bien notar en su nueva sociedad. Los frutos están, sólo hay que saber cómo mover la mata para que caigan.
La bitácora de cada exiliado es distinta, en nuestro caso, evitamos los «atajos», procuramos seguir la ruta trazada antes de partir, algo que consideramos vital, tener una ruta, un plan de vuelo, que quizás tendrá sus desvíos y percances, pero siempre con el progreso, el bien y el éxito como meta.
12 meses después, la bitácora de retorno sigue allí, intacta.