La altura intelectual del debate político en España, en este segundo decenio del siglo XXI, alcanza unas cotas pocas veces igualada. Apunto algunos ejemplos, de los que ya el lector tendrá noticia.
El significado reivindicativo y crítico de que una señora ministra muestre veladamente (lo que no está exento de cierto morbo) las protuberancias de sus atributos pectorales.
La necesidad de usar los ricos recursos de la lengua de Cervantes para obtener expresiones acodes con las exigencias de la igualdad y la inclusividad, por ejemplo, niñes o autoridadas u otras perlas del ingenio inagotable de la progresía ilustrada.
La imposibilidad de que un puesto de churros en Barcelona o una tienda de ropa en Cadaqués pueda colgar en su fachada un rótulo en español.
Por último, este debate que, por su relevancia, ha ocupado un amplio espacio mediático y la atención de una buena parte de la opinión pública: ¿podrá un ciudadano del Reino de España entrar en la cárcel por matar una rata? Después de todo, ilustres antepasados como Cervantes, Fray Luis de León o Quevedo vivieron este trance por causas menos graves.
Parece que la política se place en centrarse en las cosas nimias, triviales, a veces disparatadas; las cosas que antes no estaban normalmente en el ámbito de su labor, sino en la vida personal, en las experiencias, las ilusiones, las fantasías. Ya no se oyen las grandes palabras. La derecha hace tiempo que se volvió aséptica y descafeinada. La izquierda parece que ha arrumbado sus temas, sus obsesiones, su vocabulario de siempre: libertad, lucha de clases, servicios públicos, obrero, empresario, salario, explotación…Y no digamos, los conceptos históricos, ideológicos, morales de gran fuste: capitalismo, cristianismo, marxismo, ateísmo…
Vivimos, en el fondo, ese clima intelectual de la postmodernidad. Jean-François Lyotard, en su clásica obra La condición postmoderna, habla del descreimiento ante las metanarraciones (les grands recits). El filósofo francés concreta los magnos proyectos que vienen de la ilustración y que básicamente son tres: razón, naturaleza, progreso. Este abandono conduce a un sentido lúdico de la vida; a una sobrevaloración de lo instantáneo, de la experiencia, de lo efímero; a una alergia a todo lo que parezca trascendencia.
El hombre postmoderno relativiza lo permanente (valores, moral, creencias) y absolutiza lo circunstancial (percepciones, experiencias, apariencias).
Pero el hombre postmoderno hispánico, en especial los militantes de lo que antes se llamaba izquierda, añade otro elemento, que supone un valor añadido: lo pintoresco, lo ridículo, lo nimio.
Sobre el solar desnudo que han dejado les grands recits desaparecidos, han levantado un circo.